Durante siglos, para los europeos el momento más importante de su vida era su muerte. La inseguridad de la salud y de la vida y la esperanza de la salvación, hacían de ella un acontecimiento de consecuencias eternas. Los castellanos no eran una excepción en este sentido y estuvieron tan preocupados por su muerte como el resto de los cristianos occidentales.

La Iglesia romana trató de establecer unos cauces con los que asegurar la salvación de las almas de los fieles, que desde la baja Edad Media se hicieron más precisos y minuciosos. Seguirlos adecuadamente ofrecía un enorme consuelo en unos momentos muy difíciles, por lo que la gran mayoría de la población se esforzaba en cumplirlos escrupulosamente. Lo principal, sin duda, era una adecuada preparación espiritual por medio de oraciones y meditaciones sobre la vida y al inminente juicio que esperaba al alma. Además, se recomendaba seguir algunas formalidades como confesarse y comulgar, así como redactar testamento. Éste debía incluir un apartado con las exequias y sufragios por el difunto, que servían tanto para asegurar su salvación como los ingresos de las iglesias donde se iban a celebrar. La importancia dada al momento de fallecer era tal que desde el siglo XV se publican tratados titulados Ars moriendi o Arte de bien morir.

Pasando a los aspectos materiales, las excavaciones en diversas iglesias de la provincia han permitido atestiguar las prácticas ligadas a los enterramientos a lo largo de toda la Edad Moderna. En ellos se manifiesta muy bien la religiosidad, es decir el modo de vivir la religión en aquella sociedad. Los ajuares asociados a las inhumaciones cristianas habían ido desapareciendo desde la Alta Edad Media. En su lugar, lo que hoy encuentran los arqueólogos suelen ser simples objetos de adorno personal que formaban parte de la indumentaria del difunto. Además, muchas veces se acompañaban también de elementos devocionales. Estas piezas nos pueden dar información sobre la persona enterrada y la sociedad en que desarrolló su vida y se encargó de darle sepultura. Desde el siglo XVI los más habituales son los rosarios, una devoción que por entonces se extiende por todas las capas sociales. Consisten en una sarta de cuentas que se emplean para recitar avemarías, padrenuestros y otras oraciones dirigidas a la Virgen María. No faltan tampoco otros objetos más específicos, por ejemplo recuerdos de peregrinaciones. Con mucha frecuencia son medallas que representan las imágenes de la Virgen o de los Santos veneradas en santuarios de renombre. Así, se encuentran algunas procedentes de centros destacados que recibían a fieles de toda la cristiandad, como Roma, Santiago de Compostela y Jerusalén. En la Península Ibérica existían otros muchos, de alcance local o regional como Guadalupe, Monserrat, la Peña de Francia, Santa Casilda o el Santo Cristo de Burgos, que también gozaban del favor popular. Como recuerdo del viaje, o adquiridas en el comercio, muchas personas tenían medallas, estampas grabadas, velas u otros objetos devocionales.

En la vitrina se muestran algunas piezas relacionadas con estos rituales que se han recuperado de diversos lugares. Las piezas de adorno personal conservadas no sobresalen por su riqueza, sino porque son representativas de la que llevaban las clases populares. Hemos seleccionado varios anillos de bronce de la iglesia de las Quintanillas y un collar de pasta vítrea. También se muestran algunas monedas de poco valor del siglo XVII, como las que se solían entregar como limosna.

En lo referente a los objetos devocionales, los rosarios proceden de San Pantaleón de Losa y San Juan de la Hoz en Cillaperlata y se datan en los siglos XVI y XVII. Sus cuentas son de madera y pasta vítrea, pero existen ejemplares de otros materiales como azabache o coral, e incluso más ricos con gemas y metales preciosos. La función piadosa del rosario era la misma, pero, como ocurre a menudo, también se convierte en un medio de mostrar la riqueza. De la ermita de Ntra. Sra. del Torrentero en Villalaín proceden una medalla procedente de Roma y una pequeña cruz de Caravaca. La cruz de madera con pequeños viriles de cristal contendría recuerdos de santuarios como podrían ser partículas de arena de Tierra Santa o tal vez fragmentos de la vestimenta de imágenes veneradas. Más personal es la cruz de hierro de Sor Luisa de Ascensión, que incluye una medallita de bronce y que se usó para orar en la intimidad de una celda de un convento burgalés. Acaso la misma función tendría el cristo de cerámica, cuya cruz de madera ha desaparecido, o tal vez sólo acompañó al difunto en sus últimos momentos.

Por último, los platos de sal merecen una mención especial. Se trata de platos de loza esmaltada similares a los empleados en cualquier casa castellana de siglos pasados. Sin embargo, no se emplearon para servir la comida sino para diversos rituales asociados al enterramiento. Por una parte podían emplearse para presentar algunas ofrendas de pan o recoger los algodones empapados en el óleo de la Extremaunción. Pero lo más probable en este caso es que contuvieran la sal que acompañaba al difunto durante el velatorio y las exequias. Su función era tanto preservar de manera simbólica de la descomposición como servir de protección frente a los ataques del demonio en el momento de mayor debilidad y riesgo para el alma.

 

Bibliografía:

  • Alonso Fernández, Carmen, “Platos y cuencos de sal: un ritual funerario de la Edad Moderna y Contemporánea en la Península Ibérica”, Antropologia-Arkeologia, nº 70 (2019), pp. 335-349.
  • Andrio Gonzalo, Josefina; Loyola Perea, Ester; Martínez Flórez, Julio; Moreda Blanco, Javier, El conjunto arqueológico del monasterio de San Juan de la Hoz de Cillaperlata (Burgos), Miranda de Ebro, Junta de Castilla y León, 1992.
  • García Fernández, Máximo, Los castellanos y la muerte: religiosidad y comportamientos colectivos en el Antiguo Régimen, Valladolid, Junta de Castilla y León, 1996.